A la
mañana siguiente tras quedarse solo, se dirigió a uno de los salones del piso y
se puso a admirar el majestuoso instrumento que gobernaba la estancia. Se había
sorprendido al verlo cuando Stefan le enseñó su piso. Nunca había visto un
piano de esa magnitud, de ese color marrón miel tan penetrante y con un brillo
único en el que era imposible no perderse. Se trataba de un vertical antiguo
fabricado en Viena, un Bösendorfer.
El que habían utilizado cuando se conocieron en Coppenhague en sus clases
vespertinas era un viejo piano con la madera desgastada, sin brillo y con
algunas notas desafinadas. En aquella época Stefan no tenía demasiado dinero y
su casa era un pisito pequeño en la zona del puerto, un cuchitril con poca
iluminación y paredes desconchadas. Lo que siempre le había resultado raro era
que pudiera pagarle por las clases, hecho por el que nunca llegó a preguntarle.
Y ahora su situación era bien distinta, no se podía decir lo mismo de Nicolá.
Su
mirada y su cerebro necesitaban fijar su atención en otra cosa por lo que se
levantó y se dirigió a la ventana. El piso se encontraba en una cuarta planta,
desde donde podía ver los tejados de las casas, muchos de ellos no superaban
una altura y sus chimeneas escupían un hilillo de humo. Mirando hacia la calle
podía ver cómo muchos de los viandantes viajaban en bicicleta por una calzada
donde apenas pasaban coches. Le daban ganas de salir fuera a dar un paseo, el
sol se elevaba en el cielo sin nada que le molestara, pero no creía que fuera
buena idea abandonar el piso tan pronto, a pocas horas de haber llegado allí.
Cogió una silla para sentarse junto a la ventana y continuar con su inspección.
De repente pudo oír sutilmente una vocecita, casi como un silbido, que procedía
de alguno de los pisos vecinos. No sabía si de al lado o de abajo. Estaba
seguro que era de una niña, esa dulzura en la voz no parecía ser de otra
persona. Los niños siempre le habían transmitido mucho respeto y evitaba
cualquier contacto con ellos, ya que le resultaba complicado mantener una
conversación. Pero lo que oía a través de las paredes no le producía ningún
rechazo y quería seguir escuchando. Parecía ser que estaba hablando sola, más
bien, con alguno de sus juguetes o amigos imaginarios. Eso le gustaba, eso le
recordaba a él cuando era pequeño. Ningún amigo, nadie cerca con quien hablar
ni jugar.
El
estómago le anunció la hora de la comida y se dirigió a la cocina. Al pasar por
el despacho de Stefan vio la puerta abierta y una hoja de papel colocada en el
carro de la máquina de escribir Olivetti que había sobre la mesa. Le extrañaba
la existencia de ese papel porque no recordaba del día anterior cuando se fue
su amigo que hubiera nada en la máquina, así que se acercó a ver si era una
nota. Había solo unas palabras escritas: “Tienes que mandar cartas desde el
primer día”. No sabía si era un mensaje para él o era para enviárselo a
alguien. Si este mensaje iba dirigido a él se lo hubiera dicho en persona.
Decidió no tocar nada y marcharse a la cocina a comer algo. Se llevó al estómago
una lata de albóndigas caseras y una manzana verde que sacó de la nevera. Lo
siguiente que le pedía el cuerpo era leer un rato y sus pies le llevaron a la
biblioteca. Estuvo repasando la estantería en busca de algún libro que le
interesara, la mayoría eran de
filosofía, de arte y de la Grecia clásica. Se decantó por uno relacionado con Platón
y la manera de ver su mundo. No tardó en dormirse. Lo despertó de repente un
fuerte golpe. Se levantó rápidamente del sofá preguntándose qué le había
despertado y si procedía del interior o del exterior del piso. Salió al pasillo
y se dirigió al salón del piano, luego fue a la cocina y a las habitaciones, pero no vio nada. Al volver al pasillo, se
quedó mirando la entrada de la casa. ¿Y si ha sido la puerta al cerrarse? ¿Es
posible que Stefan hubiera vuelto a por algo? ¿Y si es así por qué no le había
avisado? Con esta duda se quedó pensando durante unos minutos hasta que al
pasar de nuevo por el despacho, vio que la Olivetti se encontraba vacía, sin el
papel que había descubierto por la mañana. Ha tenido que ser él, no puede ser
de otra manera. Pero, ¿por qué? Continuó
con sus cavilaciones durante toda la tarde y éstas no le dejaron seguir con la
lectura del libro, así que buscó en el salón del piano la vocecita que tanto le
había maravillado hacía unas horas. Desde que emigró de Rumania veinte años
atrás, no había vuelto a utilizar el rumano pero al escuchar algunas palabras
que decía la niña, le vinieron a la mente tanto su significado como otras
frases que había aprendido. No se le había olvidado del todo, estaban ahí
esperando, igual que cuando aprendes a tocar el piano. Eso no se olvida nunca.
Llegó
la noche, puso la chimenea que había en la biblioteca y continuó leyendo hasta
que le venció el sueño. Se fue a la cama y durmió del tirón hasta que la
claridad empezó a colarse por la ventana. Pero el misterio de su amigo Stefan
volvió a su mente sin que se diera cuenta de que había pasado dos horas en la
cama. No tenía manera de poder localizarle en caso de emergencia ya que no le
había dejado ni un teléfono ni una dirección, aunque era mejor no pensarlo por
si la suerte se volvía en su contra. Desayunó un poco de café y unas galletas y
se dirigió al despacho por si encontraba algo que le indicara cómo podía
comunicarse con él. Algunos de los cajones del escritorio estaban cerrados y en
los que estaban abiertos no había nada de importancia. Cuando terminó la
inspección, llamaron a la puerta, seguramente fuera el portero que venía a
entregarle las cartas. Miró uno de los relojes que había en el despacho y
coincidía con la hora que le había dicho Stefan.
El
hombre que estaba al otro lado de la puerta debía de haberse jubilado hace años
pero aún así su expresión en la cara no transmitía que estuviera cansado de
trabajar. Siempre complaciente mostró en una sonrisa algunos dientes de oro a
la vez que le entregaba un fajo de sobres. Inclinó la cabeza y tras recibir las
gracias de Nicolá, se dio la vuelta para volver a su trabajo. Iba a cerrar la
puerta cuando vio pasar unos cabellos rizados dorados detrás del portero. Dudó
unos instantes si salir al rellano para ver el dueño o la dueña de esa
magnífica cabellera pero no se había quitado todavía el pijama y esto le hizo
retroceder. Aún así asomó su cabeza lo suficiente para ver a una mujer que
descendía por las escaleras con abrigo de piel algo desgastado, pero no pudo
verle la cara. La mujer desapareció de su vista y él tuvo que volver al piso
con el fajo de sobres en la mano, ya se le había olvidado que los llevaba
encima.
Cerró
la puerta y sus pies le llevaron al despacho para dejar las cartas allí, pero
una de ellas se deslizó de entre sus dedos y cayó al suelo. Al agacharse a
recogerla, se dio cuenta que no tenía matasellos y que el destinatario de la
misma era él, Nicolá Radou. La única persona que sabía que estaba allí era
Stefan Maeros y al ver el reverso de la carta, se confirmó su sospecha. Había
un dibujo de una hormiga plateada en sentido horizontal, su amigo siempre había
firmado así cuando se habían comunicado por carta los años que siguieron a
Coppenhague. Sus dedos consiguieron levantar la carta y abrir el sobre para
extraer su contenido. Estaba exaltado, sabía que lo que tenía delante era
importante y al ver de nuevo la hormiga plateada le había entrado un soplo de
nerviosismo. Aparecían sólo 3 frases:
“No
preguntes, sólo hazlo. Me lo agradecerás toda tu vida.”
“Debes
esperar una visita, aparecerá sola.”
“Tienes
que tocar el piano cada tarde a partir
de las cinco. La marcha turca, Mozart.”
En la siguiente entrega:
Nicolá se encuentra por fin con Jana y descubre la verdadera razón por la que Stefan Maeros le ha llamado.
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