Dios. No se podía creer lo que estaba pasando. Había vuelto al pasado. ¿Cómo podía ocurrir algo así? Esto solo podía ser un sueño, no podía ser real. Se pellizcó esperando despertar, pero el dolor desapareció al momento y su cuerpo seguía en el locutorio. El dueño y varios clientes del local se quedaron mirándole un rato hasta que Marcelo decidió salir de allí. Ya en el exterior, continuó con sus pensamientos. Él no se había dado cuenta de que todo lo que estaba viviendo ya había pasado, aunque en algunos momentos hubo ciertos detalles que le podían traer ráfagas de recuerdos, pero no se le hubiera ocurrido pensarlo. ¿Cómo no se había dado cuenta? La resaca le estaba ayudando, o quizás todo lo contrario, a que los recuerdos embotados en su cabeza salieran con cuentagotas. Tenía que revivirlos de alguna manera, ¿pero cómo?. Quizás pasear por los mismos sitios y hacer las mismas cosas que hizo los días anteriores, le ayudaría. Pero, ¿a qué?. El tenía que descubrir qué había pasado y recuperar el dinero que había recibido de los Figueroa. La única manera que tenía de hacerlo era volver a casa del escritor y no quería dejarlo pasar más tiempo. Iría ahora.
La dirección de la casa estaba en la calle García Solís. La recordaba bien. Pero no recordaba cómo había llegado allí hacía dos noches. Consultaría en las marquesinas de las paradas de los autobuses en un plano o preguntaría a algún taxista. Otro recuerdo. Sí, eso es lo que había hecho. Anduvo calle arriba mientras veía que alguno pasaba delante de sus narices con el cartel de ocupado en él. Siguió adelante buscando una parada.
El sol ya había dejado de estar en lo más alto del cielo mientras muchas personas seguramente estarían a punto de degustar su comida. Marcelo no podía decir lo mismo, todavía. Aunque esperaba que fuera por poco tiempo. Abandonó esa calle y tomó otras más estrechas, que eran de un solo sentido, hasta que llegó a otra principal donde pasaban autobuses azules y estaba repleta de tiendas y bancos. Más adelante pudo ver una parada de taxi en la que había dos coches esperando, se acercó al primero de ellos. Éste tenía la ventanilla bajada y de ella salía una voz ronca y con bastante volumen que decía:
- Esta mañana he llamado al hotel y el cliente que se dejó la grabadora por suerte todavía se encuentra allí hospedado. Luego me pasaré en cuanto coma. ¿Que qué marca es? Yo que sé, no entiendo de esos aparatos. Sé que es una grabadora porque mi hijo tiene una.
Marcelo se acercó a la ventanilla lentamente para no asustar al taxista y esperó a que dejara de hablar por la emisora para preguntarle por la dirección.
- Espera un segundo – habló por la emisora y se quedó mirando a Marcelo de arriba abajo. Solo podía verlo de cintura para arriba y su aspecto aunque ruinoso podía pasar desapercibido.
- Esa calle la tengo fresca – continuó el taxista hablando -. Anoche estuve allí, déjeme pensar. ¿Cómo va a ir? ¿En coche?
- Tenía pensado ir andando o en autobús.
- Está un poco lejos para ir andando, está cerca de Ventas. Desde aquí deberá coger esta avenida hasta llegar a una plaza y … - se dispuso a explicarle la ruta.
Cuando terminó de darle las indicaciones, Marcelo no pudo evitar preguntarle a qué hora estuvo en esa calle por si había coincidido con la hora en la que él estuvo el día anterior (estuvo dudando del día que podía ser, estaba claro que para el taxista había pasado solo un día).
- Creo que fue a las once y media o así. Recogí a un hombre que … Bueno, eso no hace falta que se lo cuente.
“A las once y media” dijo
para sí. Se despidió del taxista dándole las gracias y se puso a recordar la
hora a la que salió de la casa de los Figueroa. Podía haber sido a las diez o así, más tarde no lo recordaba, aunque
seguía sin tener ni idea de cómo había aparecido
en el bar al lado de su casa y qué había hecho durante ese lapso de tiempo. “A
ver que piense. Creo recordar el reloj de La
Travesía anoche mientras estaba emborrachándome, serían
las doce más o menos, no más tarde. “ Entonces, ¿entre las diez y las doce qué hice? ¿Qué ocurrió? Es lo que tenía que averiguar.
El estómago le rugió de
repente, pero no podía pararse a comer nada, aunque tampoco tenía demasiado
dinero y no quería malgastarlo en cualquier cosa. Su mente debía ir por delante
que su estómago y la primera le decía que tenía que andar hasta llegar a la
calle García Solís. Y sus pies empezaron a caminar y caminar calle arriba.
Una rotonda con mucho
tráfico, semáforos en rojo piando para que la gente cruzara, personas de todas
las edades hablando por el móvil, niños con las mochilas cargadas a la espalda,
unas palomas sobrevolando sus cabezas, los coches saludándose con sus pitos.
Por fin llegó a la calle
tras casi una hora. Necesitaba encontrar el número veintitrés, todavía lo tenía
apuntado en la primera hoja de su agenda. Los portales de los pisos fueron
pasando hasta que la línea de edificios se cortó y aparecieron un conjunto de
casas bajas de color anaranjado cada una con su chimenea. Llegó al número que
estaba buscando, allí estaba la puerta metálica que había atravesado la noche
anterior. Antes de nada, se quedó mirando a su
alrededor, necesitaba que su memoria se activara de nuevo y estaba intentando
ayudarla. Se colocó en el quicio de la puerta de la casa de los Figueroa y se
giró para ponerse de espaldas a ella y cerró los ojos, debía recordar el
momento que salió de allí.
Una luz empezaba a surgir en
su memoria, una luz tenue que rápidamente le mostró una noche cerrada con una
neblina que minimizaba su visión. Veía pasar alguna persona andando por la
acera y una moto que pasó a su lado dejando un estruendo en sus oídos. En el
bolsillo de la gabardina tenía el sobre y al ver de sopetón la moto un
escalofrío recorrió su cuerpo, e instintivamente su mano derecha acudió al
rescate del sobre. Y no lo soltaría hasta que abandonara
aquel lugar. Estuvo pensando como volver a su casa, había llegado hasta allí
andando, pero no iba a volver de la misma manera con tanto dinero encima. Debía
de llamar a un taxi, podía pagarlo con el dinero que acababa de cobrar. Sí, eso
haría. Se acercó al borde de la acera para mirar qué coches pasaban y si había
un taxi que pudiera parar. Pasaron dos minutos
hasta que vio uno, sus ojos no habían dejado un
solo momento de mirar a todos los lados, no se fiaba de nada aunque el barrio
parecía ser bastante tranquilo. El vehículo, un monovolumen que iba seguramente
a más velocidad de la permitida se detuvo más adelante de donde estaba Marcelo.
Éste se puso a correr en dirección al taxi como
si le persiguieran y esta actitud le pareció sospechosa al conductor (aunque el
aspecto del posible cliente también ayudaba) que
arrancó sin dudarlo perdiéndolo de vista. Maldijo para sí aunque se le escapó
algún taco mientras volvía otra vez al centro de la acera. “Tengo que buscar
otro, voy a intentar no abalanzarme hacia él para no asustarlo. Pero mientras
voy a ir andando calle abajo.” Llegó al primer cruce y dudó si seguir la ruta
que había hecho para llegar hasta allí o intentar seguir en aquella calle donde podrían pasar más taxi. Debía de intentarlo
otra vez.
Unos números más arriba él pudo atisbar un grupo de chavales que se acercaban lentamente pero con paso seguro y que no dejaban de mirarle. Un escalofrío recorrió su espalda, no se podía fiar de nadie, así que lo mejor que podía hacer era cambiarse de acera e intentar buscar el taxi por otro lado. Empezó a tener un poco de miedo, él no estaba acostumbrado a esto, pero el tener tanto dinero encima le estaba presionando. Así que, sin pensarlo dos veces, decidió cruzar la calle, pero no llegó a ver un coche que venía embalado. Hubo un instante que se percató de las luces e intentó frenar su carrera y por suerte el vehículo no llegó a envestirle del todo sino que le golpeó en parte de la pierna derecha arrojándole al suelo. Ahí terminaba el recuerdo. A partir de ahí, la nada.
Por lo menos podía explicar el dolor que había tenido en la pierna derecha la noche anterior en el bar y también esta misma mañana. El dinero se lo habrían robado mientras estaba tirado e indefenso en el asfalto, seguramente fue aquel grupo de chavales. “Dios mío, no tengo manera de recuperarlo. Y, ¿si hablo con los Figueroa y les cuento lo sucedido?. Ellos deben saberlo y también el motivo de que volviera atrás en el tiempo. “Tengo que hablar con ellos”. Sin dudarlo, se volvió para llamar al timbre de la puerta, estaba deseando preguntarles.
Solo tuvo que esperar unos segundos antes de que le abrieran, Elisa Figueroa le observó de arriba abajo intentando reconocerle. No tardó en preguntar quién era.
- ¿No sabe quién soy yo?. Estuve ayer por la tarde aquí.
- ¿Ayer? – preguntó sorprendida la mujer.
- Sí, ustedes me llamaron porque querían hablar conmigo, necesitaban cierta información.
- ¿Información? ¿Para qué …?
- ¿No se acuerda de mí? No puede ser, no puede ser. Ustedes deben de saberlo. Quizás su marido se acuerde – empezó a levantar la voz Marcelo.
- Tranquilícese, señor. Si me dice quién es usted, quizás pueda ayudarle.
- Dios mío – reflexionó durante unos segundos para decir. - Soy Marcelo Paredes, el … psicólogo que atendió a su marido en París. Y ayer estuve aquí porque me… me llamaron.
- Ahh, ¡Marcelo! Ya le recuerdo de París, sí, cuando Edmundo estuvo tan grave, sí. Pero no le vimos ayer, es imposible, ayer no estábamos aquí.
- ¡No puede ser! Quiero hablar con su marido, necesito que él me lo confirme.
- Vale, tranquilícese, entre un momento y le llamaré. Pero tranquilícese, ¿de acuerdo? – intentó sosegar al hombre que acababa de llamar a la puerta.
Accedió al recibidor que ya había podido contemplar la tarde anterior y esperó inquieto a que el matrimonio Figueroa hiciera acto de presencia. No paraba de apretar sus puños y respirar fuertemente. Cuando llegó por fin Elisa con Edmundo, pudo darse cuenta que él tenía la cara más cansada y las ojeras más profundas. No pudo esperar a que el anfitrión de la casa abriera la boca:
- Señor, seguro que usted me recuerda. Ayer estuve aquí porque ustedes me llamaron, necesitaban saber qué le hice cuando usted estaba enfermo en París.
- Sí, sí, le recuerdo – estuvo pensando unos segundos, parecía que a Edmundo le costaba hablar.- Pero no de ayer, sí, todavía tengo frescos esos recuerdos, de esos días en París cuando usted me visitó. Es verdad.
- ¿Y ayer no? Ustedes me prometieron un dinero por darles esa información. ¿No la necesita ahora?
- ¿Para qué? ¿Para qué quiero saberlo? No le entiendo, señor. No podemos ayudarlo.
- Pero … no puede ser. Después de estar aquí, volví dos noches atrás en el tiempo y estoy viviendo otra vez el mismo día. Ustedes tienen que explicarme esto.
- Lo siento, señor, pero se tiene que marchar. No entendemos nada de lo que nos está contando – entró en la conversación Elisa con un tono firme.
Marcelo iba a abrir la boca pero se quedó mirándoles a los dos durante unos segundos y tras darle las gracias con desgana, se volvió y salió del recibidor dando un portazo. Los dos Figueroa se quedaron con sus caras en tensión sin decir palabra y al final se relajaron aunque no perdieron su gesto de preocupación. Edmundo volvió su cabeza a la de su mujer y ésta le respondió:
- Tenías razón en lo que dijiste esta mañana. Este hombre iba a volver por aquí.
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