A lo largo de su vida, nunca
había pensado que iba a tener una amiga inseparable cada vez que se despertaba
por las mañanas. Pero allí estaba, ese dolor intenso en las sienes que siempre le
acompañaba, gracias a las noches de borracheras cada vez más habituales. Su
vida había dado un giro radical y ahora no se encontraba con fuerzas para
cambiarla, solo se dejaba llevar y acababa visitando los bares del barrio de
los que le echaban tras gritar y cantar como si no hubiera mañana. Pero aquel
día se sentía extraño, el dolor parecía distinto y no tenía ni los brazos ni
las piernas tan entumecidas como acostumbraba a sentirlas. Además le llovían
imágenes de la noche anterior, cosa que nunca le solía ocurrir, tan inconexas y
tan borrosas que era imposible encajarlas en el tiempo.
Vivía en el centro de Madrid
en una habitación alquilada, compartiendo un piso ruinoso con una familia
numerosa de colombianos. De las cuatro habitaciones del piso, la más pequeña
era la que servía a Marcelo de hogar y estaba compuesta de lo básico: una cama
con un colchón lleno de bultos y un somier que sonaba como una puerta mal
engrasada cada vez que te movías. Además, había una silla que había perdido
toda la pintura original donde solía “colocar” la ropa y un perchero con un
solo brazo en un rincón. Tenía la gran suerte de tener una ventana que daba a
un patio por donde podía entrar la luz y el aire que muy de vez en cuando
ventilaba la habitación.
Estaba masajeando sus sienes
para calmar el dolor cuando de repente otro de mayor intensidad le sobrevino en
el muslo derecho. “Dios”. Otra vez. Se intentó bajar los pantalones vaqueros
con los que solía dormir para comprobar si tenía alguna herida o moratón que
fuera el causante del terrible dolor. Ya hacía tiempo que no se ponía pijama,
cuando llegaba borracho a casa su único propósito era dormir… No pudo reprimir
un grito. “Necesito un vaso de agua, o dos, o tres”. La garganta le ardía y la
cabeza parecía a punto de entrar en erupción.
La noche anterior había
estado en el bar de la esquina, la Travesía,
tomando chatos de vino, (su presupuesto no le daba para whiskies o brandys), cuando
le sobrevino el dolor en el muslo por primera vez. Estuvo a punto de caerse del
taburete y no pudo evitar soltar un grito que hizo que las dos únicas personas
que quedaban en el bar se fijaran en él. Aunque no pasaba desapercibido por el
volumen de su voz y sus escupitajos sobre la barra a la vez que hablaba. Un
viejo que estaba a su lado le ayudó a colocarse otra vez sobre el taburete con
la atenta mirada del dueño del bar que se le acercó a animarle a que se fuera.
“No más vino, Marcelo. Ya es tarde”. Consiguió balbucear. ”Pero, si esto está
lleno, jefe”. No tardó en salir del local dando tumbos y hablando alto como si
le molestara el silencio. Se puso a andar, mejor dicho, a moverse por la calle
como si le pesaran los tobillos con el dolor en la pierna que le empezaba a
remitir. Se calló de repente y miró alrededor como si se acabara de despertar y
se sintió extrañamente familiar. En su cabeza estaba viendo o viviendo un
dejavú. Debe ser difícil sentirlo cuando estás borracho, pero a Marcelo Paredes
sí le ocurrió. Alguien con un suéter rojo y orejeras llevaba un perro con la
correa, el camión de la basura esperando junto a unos contenedores y tres
moñigas que pudo sortear, igual que la otra vez. Hasta que sus huesos acabaron
en el suelo. Los recuerdos terminaban allí, no sabía si alguien le ayudó a
llegar a casa o si él solo por su propio pie llegó a su habitación. Pero esos
tres pequeños detalles estaban frescos en su memoria como si se hubieran
grabado a fuego.
Con la cabeza embotada y
dando alguna zancada extraña para mitigar el dolor, salió al pasillo que le
llevaría al baño. Necesitaba una ducha, aunque no tenía claro si el baño iba a
estar libre. Respiró hondo, se rascó la pierna dolorida y cuando levantó su
mirada se encontró con la de la dueña de la casa. Era una mujer morena, cerca
de los cuarenta, rechoncha, el pelo rizado negro y la nariz aplastada y le
soltó a Marcelo con un cierto tono de desprecio:
-Ya se ha levantado el señor. No creo que le
importe que le diga que tiene mala cara… otra vez.
-
- El baño está libre, supongo. Necesito …
Y la mujer se quedó ahí
parada con cara de pocos amigos mientras el hombre tuvo que esquivarla y llegar
a un lugar seguro, al retrete, sin ni siquiera cerrar la puerta del baño.
Hundió la cabeza en él y empezó a desahogar su cuerpo, con la voz chillona de
la mulata de fondo sugiriéndole que cerrara la maldita puerta.
-¡Menudo españolito me he tenido que agensiar!
– gritaba la susodicha. Ella solo pudo aguantar unos segundos más detrás de él,
la única respuesta de Marcelo fue el sonido de sus vómitos.
Tras un par de minutos, se
pudo levantar con dificultad y se puso delante del espejo para mirar el
horrible estado de su cara. El único pensamiento que le vino a la cabeza en ese
momento fue dejar la bebida ipso facto, como había ocurrido tantas veces.
“Necesito que me dé el aire”, concluyó. Tras lavarse la cara como un total de
cinco veces y ni siquiera pararse a secársela se dirigió otra vez a la
habitación. Antes de llegar a ella se topó con la hermana de la dueña, una
copia calcada algo más baja y con la mirada aún más llena de desprecio.
- A mi hermana no le gusta hablar de dinero y me
deja esos temas a mí. Así que le hablaré claro. O nos paga mañana o tendré que
hablar con algunos amigos míos para que le ayuden a pagar. Se lo repito, mañana
o … No hace falta que se lo diga.
- De acuerdo, de acuerdo. Tengo que hablar con
un amigo, él me prestará el dinero.
- Me da igual quién se lo dé, pero lo necesito
mañana. ¿Me entiende, compadre? – Marcelo no pudo hacer otra cosa que asentir y
entrar en la habitación lo antes posible.
Llevaba ya tres meses sin
pagarles el alquiler y ya no sabía qué contarles. Le alquilaron la habitación
aun no teniendo trabajo, pero les entregó un curriculum suyo en el que decía
que había trabajado como psicólogo en varios países hace años y no le pusieron
ninguna pega. Esto le había valido como garantía en un principio, pero ahora lo
que querían era el dinero por delante y si no se lo daba podían mostrarse muy
violentos. No le quedaba otra opción que pedirle el dinero a Pedro o
directamente, pensar seriamente en escapar de allí. Aunque le podría resultar
difícil recoger sus cosas y sacarlas sin que le vieran. Dentro del piso siempre
había alguien de la familia Tavares, tendría que pensar en algún plan pero
ahora no era buen momento para tramarlo. De momento necesitaba salir a la calle
a tomar algo de aire y pensar con la cabeza más despejada.
Lo primero que hizo nada más
llegar a la habitación fue buscar algo de dinero en su gabardina y en las
diferentes prendas que tenía tiradas por el suelo. Quería llevar dinero suelto
encima por si decidía llamar a su amigo Pedro y la mejor manera de contactar
con él era así, mejor que presentarse de improviso en su casa y encontrarse con
su hermana. Pedro, además de su mejor amigo era su cuñado y con él todavía
tenía una buena relación, mientras que su hermana, cada vez que se veían le
reprochaba que nunca le había hecho ningún caso cuando a él le iban las cosas
bien. Examinó entre las sábanas, debajo de la cama, en el suelo… y por fin en
el cajón de la mesilla encontró un billete de diez euros y un par de monedas de
un euro, que le hicieron sonreír aunque solo fuera por unos segundos. Tendría
suficiente para comprarse algo que llevarse a la boca aunque su estómago de
momento no estaba por la labor.
En el pasillo no había moros
en la costa; volvió al baño, se mojó el pelo echándoselo hacia atrás y se
enjuagó la boca para hacer desaparecer los restos de vómito que aún debía de
tener. Volvió a la habitación a coger la gabardina y salió por la puerta de la
calle respirando aliviado por no encontrarse otra vez de frente con ningún
miembro de la familia Tavares. Nada más posar su bota en el suelo de la calle,
le rozó una brisa un tanto fría que le puso los pelos de punta. Respiró hondo
pero un mejunje de olores desagradables que llenaban el ambiente, se introdujo
en su nariz haciéndole toser. Plástico quemado, la basura de los contenedores
abiertos, los orines de algún animal (racional o no), defecaciones de los
perros, el humo de los coches. Metiéndose las manos en los bolsillos de la
gabardina para resguardárselas, sus dedos parecían echar algo en falta en su
interior, pero no recordaban el qué. Se rozaron entre sí como queriendo buscar
en su huesuda memoria. ¿Qué podría ser? Una furgoneta pasaba en esos momentos
cerca de él por la calle y le hizo levantar la mirada y fijarse en el letrero
que tenía serigrafiado. “Mudanzas García Solis”. García Solis. Aquello parecía
una dirección, sí, ¡claro que lo era! Hacía unos días o quizás unas horas había
estado allí, pero, ¿para qué? Su mente se estaba empezando a despejar gracias a
la brisa matutina y empezaba a dar con algo. Algo distinto a lo que había
pasado la noche anterior. ¿Dinero? Sí, había tenido dinero en los bolsillos.
Billetes. Billetes de cincuenta euros. Pero, ¿cómo los había conseguido? El
escritor.
Y una cadena de ideas se dibujó
delante de él: psicólogo, Figueroa, París, hipnosis, llamadas, seiscientos
euros, un golpe. Nubes.
Pero, ¿todo esto lo había
soñado o lo había vivido?
En la proxima entrega sabremos más acerca de esos recuerdos que acaba de tener Marcelo y que le resulta imposible ubicar. ¿Se encontrará de nuevo con Edmundo Figueroa?
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