Al recibir la carta me sobresalté. No era la primera vez que Felipe me escribía,
pero el sello de URGENTE y aquellas letras mayúsculas me hicieron estremecer.
Mientras la abría, rezaba para que no le hubiera pasado nada. En la carta,
Felipe me explicaba que Elana y Eloísa habían muerto en extrañas
circunstancias. Las encontraron en la cocina. El forense determinó que la causa
de la muerte fue un escape de gas butano. Una investigación posterior, confirmó
que ese escape había sido intencionado. Los vecinos alertaron del fuerte olor y
por eso acudieron a la casa la guardia civil y al alcalde. La desgracia podría
haber sido mayor, ya que de haber tardado un poco más, se habría producido una
explosión y las consecuencias hubieran sido mucho peores. Esto ocurrió a los
dos años de haberme marchado. Volví de nuevo a quedarme huérfano. Por segunda
vez.
No
pude evitar sentir cierta culpabilidad. ¿Tan desesperadas se encontraron
después de mi partida? Yo sabía que era imprescindible para ellas en el sentido
de que delegaban en mí la mayoría de las tareas, pero también sabía que ellas
podían valerse por sí mismas si querían. No estaban inválidas y sus condiciones
físicas eran envidiables a pesar de su edad. No paré de pensar durante bastante
tiempo que yo fui la causa principal de aquella decisión tan horrible. A lo
mejor sí me querían de verdad y la pena les invadió al irme. Miles de
pensamientos fugaces corrían por mi mente a la velocidad de la luz y casi
llegué a pensar que yo mismo necesitaría ayuda psicológica para superarlo. La
única manera de sentirme un poco mejor era ir al pueblo a visitar sus tumbas,
al menos les debía eso. Pero decidí esperar un poco más, porque no me sentía
preparado en aquel momento. Necesitaba asumir lo ocurrido.
Decidí
seguir centrado en mis nuevos objetivos. Llevaba dos años viviendo con Julián y
me sorprendió lo fácil que fue tratar con él desde el primer momento. Le dejé
claro desde el principio que tenía dinero para pagarle unos nueve o diez meses
de alquiler y que durante ese tiempo me dedicaría a buscar algún trabajo para
ahorrar y dejar de molestarle lo antes posible. Julián no me puso condiciones,
ni fecha límite, ni me presionó jamás para que dejara el piso. Me aceptó como
compañero y podía estar con él el tiempo que necesitara, le pagara o no el
alquiler. Quizás él se había sentido solo durante mucho tiempo y la simple
compañía de alguien le hacía feliz. Formábamos un buen equipo. Me ayudó en
todo: a instalarme, hizo que me sintiera cómodo, podía hablar con él de lo que
me preocupara, e incluso me ayudó a buscar una academia donde poder seguir mis
estudios. Cuando le enseñé el certificado y mis notas comprendió que no debía
de perder la oportunidad de seguir aprendiendo y formándome para encontrar un
buen empleo.
Por
si fuera poco, Julián se preocupó de que
pudiera conocer a gente nueva. Él sabía después de nuestras largas charlas que apenas había tenido amigos, Felipe y Mario
fueron las únicas personas de mi edad con las que tuve contacto. Julián era un tipo muy guapo y simpático y
estaba siempre rodeado de gente. Tenía el cuerpo atlético, ojos oscuros, la
mandíbula ligeramente pronunciada, el pelo rizado también moreno y además su
piel estaba tostada por el sol, parecía un actor de telenovelas. Por si fuera
poco su atractivo, cuando sonreía se dibujaban en su cara dos hoyuelos que
acentuaban su elegancia. Podría decirse que era todo lo contrario a mí.
No
tuve más remedio que adaptarme al ritmo frenético de la ciudad, donde cada uno
estaba inmerso en sus problemas y el estrés reinaba en cualquier lugar. La vida
en el pueblo era muchísimo más tranquila. Ahora, el mundo giraba más deprisa y
las personas iban de un lado para otro sin apenas mirarse. Relacionarse y
estrechar lazos se hacía complicado para alguien como yo. Pero nunca me sentí
solo.
Julián
trabajaba en una cafetería en el centro y muchas veces me reunía allí con él a
pasar tardes enteras estudiando delante de un buen café. En ocasiones, algún
amigo suyo me acompañaba y charlábamos animadamente. Los amigos de Julián
también se esforzaron por acogerme y fue uno de ellos, Lucas, el que me ayudó a
encontrar mi primer empleo. Desde
que llegué a la ciudad, tenía claro que quería seguir estudiando. Julián se
comportó conmigo como un verdadero hermano mayor. Me ayudó a preparar y a
realizar una prueba de acceso para poder comenzar un módulo profesional. Me entendía
bien con las facturas y los números, y me decanté por unos estudios administrativos
especializados en el mundo empresarial. Debido a mis notas, la beca que me
concedieron fue gratuita y durante mi tercer año de estudio, Lucas me ofreció
un trabajo. Él trabajaba en un despacho de abogados y habían abierto hace poco
una sede nueva en el centro. Necesitaban a alguien que se ocupara de empezar un
proyecto a largo plazo y llevar sobre todo la contabilidad. Después de una
entrevista y varias pruebas, me contrataron y empecé en mi primer trabajo de
verdad y a ganar mi primer sueldo de verdad. Era el primer paso hacia mi
independencia. Los comienzos fueron duros, me dedicaba sobre todo a llevar
cafés y a trabajar un montón de horas por un sueldo bastante bajo, pero poco a
poco fui aprendiendo a valerme por mí mismo y a desarrollar ideas que iban
incluyendo en varios proyectos. En aquel despacho de abogados estuve trabajando
durante cuatro años, ya que al finalizar el módulo y con un título oficial
pudieron renovarme de forma indefinida. Aprendí muchísimo y a punto de cumplir
veinticuatro años, me surgió una oferta que no pude rechazar. Una importante
empresa aseguradora quería contratarme. Yo había tenido contacto con ellos gracias
a un proyecto en el que colaboré durante varios meses, les gustó mi forma de
enfocar las cosas y me querían contratar. Hoy en día sigo trabajando en el
mismo puesto y la compañía ha seguido creciendo. No puedo quejarme de todo lo
que he prosperado gracias a mi esfuerzo, mi constancia, miles de horas de
estudio y de horas extras…
Cuando llevaba dos años trabajando en el
despacho de abogados, con mis veintidós años recién cumplidos, ya había
conseguido ahorrar lo suficiente para poder alquilar un pequeño estudio en las
afueras. Yo sabía que Julián no quería que me marchara, estábamos muy unidos y
nos sentiríamos raros el uno sin el otro. Pero necesitaba hacerlo. Necesitaba
vivir por mí mismo, sentir que por fin era libre de verdad, sin depender de
nadie. No perdería contacto con Julián, nos veríamos como mínimo una vez por
semana, así que lo único que cambiaría es que no viviríamos juntos. Bueno, lo
único y lo más importante. Los meses que
había pensado estar con él se
convirtieron al final en cuatro años. Estábamos siempre juntos, me acogió en su
casa y en su vida. Pero yo debía seguir mi camino, con mucha pena pero también
con ganas de avanzar.
Al poquito tiempo de independizarme, una de
tantas tardes que iba a visitar a Julián a su trabajo, la conocí. Ya la había
visto otras veces por allí. Se sentaba siempre en el mismo rincón, y siempre
pedía café y una magdalena rellena de chocolate. Leía el periódico o un libro de
García Márquez, y muy pocas veces estaba acompañada. Esa tarde, yo sentí que me
miraba más que de costumbre. Los dos nos teníamos fichados, nos atraíamos.
Éramos habituales del bar. He
olvidado contar que con mi primer sueldo en el despacho de abogados, aparte de
hacer un buen regalo a Julián, decidí empezar un tratamiento especial para mi
piel. Consulté a varios dermatólogos, y mis manchas después de unos meses de
tratamiento mejoraron muchísimo. Casi desaparecieron del todo, aunque tenía que
seguir con revisiones y darme unas cremas todos los días. Mi autoestima,
gracias a eso, a mi trabajo y al apoyo continuo de mi amigo, también mejoró a
pasos agigantados. Tanto fue así que aquella tarde, me acerqué a su mesa y le
pregunté si podía sentarme a charlar con ella. Sin más. La conversación al
principio resultó un poco absurda, pero a medida que transcurrió la tarde, noté
que ella se reía con mis chistes malos y que podía ser el comienzo de algo. Nos
citamos en el bar de Julián todas las tardes de los jueves durante al menos los
dos meses siguientes. Simplemente nos fuimos conociendo poco a poco, entre
risas, cafés y chistes. De ese modo, lentamente, Ana se convirtió en la mujer
de mi vida. Empezamos a salir en serio después de esos meses de tonteo y hasta
ahora siempre hemos estado juntos. Además, desde el primer momento hizo muy
buenas migas con Julián y muchas veces salíamos por ahí los tres al cine, a
tomar una copa o a intentar encontrar novia para Julián. Fue en esa época,
estando nuestra relación más consolidada, cuando le hablé sobre mi infancia y
la muerte de mis tutoras. Ana me aconsejó que fuera al pueblo, ella me
acompañaría sin problemas, y decidí que era una buena oportunidad para volver.
No debía retrasar más el momento, debía de dejar de sentirme culpable y aprovecharía
para ver a la persona a la que más le debía en el mundo.
En
la estación de tren nos esperaba Felipe. Tuve un flash-back recordando el
preciso instante en que nos despedimos. Habían pasado varios años y tantas
cosas. Él no había cambiado casi nada, su fuerte abrazo me estremeció. Le
presenté a Ana. Me puso al día sobre Mario, que había conseguido ser profesor
en una escuela de un pueblo cercano y sobre él. Su padre, Dionisio, tuvo que
jubilarse antes de tiempo al sufrir una enfermedad de los huesos y Felipe
heredó el negocio. Cuando me llevó a conocerlo, me sorprendió lo cambiada que
estaba la vieja tienda de comestibles. Se había convertido en un café-teatro.
Con un buen menú de dulces y repostería y un escenario donde Felipe nos explicó
que realizaban representaciones teatrales, cuentacuentos, recitales de
poesía…Funcionaba muy bien. Mucha gente de otros pueblos lo visitaba y los
fines de semana estaba siempre lleno. Tanto trabajo no le había dejado tiempo
ni de enamorarse. Nos instalamos en casa de Felipe, también se había
independizado de su padre reconstruyendo una vieja casa cerca de la plaza,
tenía un cuarto para invitados y era muy acogedora. Una vez instalados y
después de varias horas de charla, decidí visitar mi antigua casa. Preferí ir
solo.
La gran casona parecía caerse a pedazos, era
difícil entender cómo se mantenía en pie. Me recorrió un escalofrío al estar
parado frente a ella, no pude acercarme a la puerta. Mis pasos, muy despacio,
me llevaron directamente al cementerio.
Pasé primero por una tienda donde conseguí unas flores de plástico porque no
tenían naturales y caminé con paso decidido. Con el tiempo, dejé que esa
culpabilidad fuera diluyéndose, aunque nunca se fue del todo. Yo no quería que
ellas murieran, sólo quería que me dieran cariño, que me trataran como a un
verdadero hijo, y eso nunca sucedió. Limpié sus lápidas, repartí las flores
entre las dos tumbas y permanecí un buen rato en silencio. Escuché unos pasos
que se acercaban a mí. Me di la vuelta y encontré a Felipe a mi lado, me
entregó una pequeña nota que le había dado el cura del pueblo al morir las
ancianas. Iba dirigida a mí, ellas querían que la leyera. Todavía ahora, a mis
veintiocho años y con mi vida bastante clara, recuerdo esas palabras escritas
con buena caligrafía:
“Querido Héctor. Cuando te conocimos
pensamos que eras un niño mimado y sobre- protegido por tu madre, no sabías
valerte por ti mismo. Al adoptarte, no sólo pensamos en darte una educación,
también queríamos que hicieras tu propio camino. Fuimos conscientes de todo
desde el principio: de tus salidas y de tus clases a Felipe. Intentábamos
ayudarte a ahorrar dejándote que te quedaras con las vueltas de las compras o
pagándote algunos favores que nos hacías. Deseábamos que te hicieras un hombre.
Estés donde estés, sé feliz, no nos
guardes rencor ni te sientas culpable. Nuestro momento ya ha terminado pero a
ti te quedan muchos por vivir. A nuestra manera, te quisimos mucho. Elana y
Eloísa”
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