Ocho años pueden pasar muy rápido o por el contrario pueden ser una tortura. En mi caso, tuve que crecer y madurar a marchas forzadas y tuve que pensar cómo quería que fuera el resto de mi vida cuando todavía era un niño. A medida que pasaba el tiempo, me di cuenta de que las cosas no iban a cambiar. Elana y Eloísa me absorbían cada vez más y ellas jamás se ponían en mi lugar ni me trataban como a un niño normal.
La
rivalidad entre ellas era tan grande que llegaban a intimidarme. A cambio de
que le preparara una merienda especial o de que le diera un largo masaje por su
arrugada espalda, Elana me “chantajeaba” ofreciéndome algo de dinero. Por su
parte, Eloísa, me dejaba quedarme con las vueltas de las compras a las que me mandaba;
siempre y cuando procurara estar más tiempo a su lado. Las dos luchaban por mi
atención como si se tratara de alguna especie de extraño concurso que quisieran
ganar. Muy poco a poco, igual que una hormiga trabajadora, fui aprovechándome
de sus chantajes y conseguí ahorrar una cantidad que podría necesitar en el
futuro. Ocho largos años de pequeños ahorros pueden hacer una considerable
fortuna. Esa fue la primera fuente de ingresos. Los guardaba cuidadosamente
dentro de varios calcetines que enrollaba y escondía en el fondo del armario de
mi cuarto. Ellas nunca entraban en mi habitación, entre otras cosas porque yo
era el encargado de limpiar toda la casa, pero me sentía más seguro teniendo mi
tesoro escondido.
La
segunda manera que encontré de ganar dinero fue totalmente fortuita. Ocurrió
gracias a Dionisio. Un día, me encontraba en su tienda esperando a que me
trajera un tarro de miel del almacén, cuando entraron varios chicos dando un
gran portazo. Uno de los muchachos era su hijo. Se quedaron mirándome de forma
extraña, como casi todo el mundo lo hacía, pero no me sentí tan mal como otras
veces. Con el tiempo, desarrollé una especie de coraza que me protegía de las
miradas curiosas de la gente. A medida que iba creciendo, no me afectaba tanto
lo que los demás pensaban sobre mi aspecto.
Cuando
Dionisio salió del almacén le dio una gran reprimenda a su hijo y le gritó que
más valía que estudiara más y que holgazaneara menos por ahí. Yo, sin embargo,
sentía envidia de poder tener amigos. Creo que el tendero debió notar mi
tristeza, porque me hizo una oferta que no pude rechazar.
Me
preguntó si era buen estudiante. Mi nivel era de primer curso de secundaria,
igual que su hijo Felipe. Tenía la suerte de que Elana y Eloisa habían
estudiado en un colegio mayor cuando eran pequeñas, su familia en aquella época
poseía muchas tierras y acumularon una gran fortuna. Ellas se encargaban de
ponerme tareas de acuerdo a mi edad y me examinaban igual que si fueran mis
maestras. De hecho, al llevar dos años viviendo con ellas y al ver que
progresaba a un ritmo muy rápido, contrataron para mí a un profesor particular
que venía del pueblo de al lado tres veces por semana. Como no tenía otra cosa
mejor que hacer, me centré en sacar buenas notas. Aunque me privaron del contacto
con otros compañeros, pude tener una
buena educación. Todo lo que aprendí se lo debo a que se preocupaban de que no
fuera un zoquete.
Dionisio
me comentó que Felipe andaba muy flojo en su primer curso de instituto, sobre
todo con las ciencias naturales y con las matemáticas. A mí se me daban genial
los números y acepté encantado a echarle una mano, además, él insistió en
pagarme las clases.Yo
le comenté que no podía tener un horario fijo, que tendría que inventarme mil
excusas para salir de casa más tiempo del habitual, pero que le ayudaría
encantado. Entre otras cosas, porque necesitaba el dinero.
Y
así fue como empecé a relacionarme con alguien de mi edad y conocí a mi primer
amigo. Tenía catorce años recién cumplidos, todas las dudas y las dificultades de la
pubertad y miles de pájaros en la cabeza. Felipe para mí fue un desahogo, una
liberación, una revelación. Él no me miraba como los demás, me aceptó como era
desde el principio, tenía mucha curiosidad por
conocer cosas de mi infancia, de la muerte de mi madre, de mi vida con
las dos ancianas. Cuando le contaba cómo eran, notaba que sentía pena por mí.
Conectamos desde el principio, pero yo jamás olvidaba mi obligación de ayudarle
con las matemáticas y también dedicábamos todo el tiempo posible a estudiar.
Una
tarde llegué a la tienda corriendo como de costumbre, para apurar el tiempo al
máximo, y cuando subí al piso de arriba y entré a la sala de estar, Felipe no
estaba solo. Le acompañaba un compañero de clase, se llamaba Mario y parecía
algo tímido. De todos modos, conmigo estuvo muy amable y educado. Esa tarde,
hablamos de lo que queríamos ser de mayores. Yo nunca lo había pensado. Mario
tenía muy claro que le gustaría ser profesor, Felipe sabía que su destino era
heredar la tienda de su padre así que tampoco había pensado en su futuro. Y
yo….yo lo único que tenía claro es que de mayor quería ser libre. Aquella misma
tarde, les conté a los dos mis planes de huir dentro de cuatro años, cuando
cumpliera la mayoría de edad. Me las había ingeniado para ir ahorrando dinero y
seguiría haciéndolo durante cuatro años más, pero no sabía ni a dónde ir ni
tampoco dónde me alojaría.
Los
chicos decidieron apoyarme y me ayudarían en todo lo posible. Felipe se acordó
de que uno de sus mejores amigos del instituto tenía un hermano mayor que vivía
en un apartamento en la capital. Hablaría con él para ir tanteando el terreno y
saber si en un futuro podría irme a vivir con él. Yo estaba feliz. Por fin tenía aliados para mi
plan. Y desde aquella tarde, Felipe y yo intentábamos pasar el mayor tiempo
posible juntos. Muy
despacito, entre confidencias y risas, entre planes y horas de estudio, entre
mentiras y broncas, entre secretos y escapadas, sigilosamente, un buen día llegó
el esperado acontecimiento. Cumplí dieciocho años.
Durante
todo el tiempo que lo había estado planeando, entre las clases que daba a
Felipe, un trabajo esporádico de repartidor de periódicos que también había
encontrado y lo que conseguía de Elana y Eloísa por sus favores; había reunido
una buena cantidad de dinero. Nunca había salido del pueblo, pero tendría
suficiente para el billete de tren y para pagar unos meses de alquiler. Además,
Felipe había reunido también dinero por su cuenta e insistió en prestarme parte
de sus ahorros. Ya se lo devolvería cuando consiguiera un trabajo y las cosas
fueran hacia adelante.
El hermano
mayor del amigo de Felipe, Julián, estaba al tanto de mi historia y de mi
situación y había accedido a acogerme durante un tiempo en su apartamento. No
era muy grande, pero tenía dos habitaciones y una ayuda para pagar el alquiler
no le vendría mal. Julián me recogería
en la estación a la hora y el día acordado, aunque si hubiera algún contratiempo
tenía bien anotada la dirección del piso. Todo el plan estaba meticulosamente
calculado, Felipe y Julián se habían estado carteando durante meses y yo no
sabía cómo agradecerle toda la ayuda y todo el cariño que me habían mostrado.
Incluso en una de esas cartas, Julián incluyó una foto suya para que yo pudiera
reconocerle cuando llegara.
El tren salía de madrugada. Exactamente a
las cinco de la mañana de finales de Junio. Yo no quería irme sin haber
terminado mis clases particulares y sin haberme examinado del último examen. El
profesor me firmó un certificado que acreditaba que había finalizado la
educación segundaria obligatoria con nota. Por supuesto, ese papelito, junto al
amuleto que me regaló hace bastante tiempo Elana y que siempre llevaba conmigo,
eran mis más preciadas posesiones. En una bolsa de viaje que Felipe me había
prestado, guardé mis pocos enseres personales, algo de ropa, algunos libros y
todo el dinero que había conseguido. No olvidé el billete de tren, el papel con
la dirección y dejar una nota para ellas…
Ya en la estación, Felipe me esperaba. Le
regañé porque no tenía que haber salido tan temprano de casa para ir a
despedirme. El tren silbó a lo lejos y llegó el ansiado momento.
Me
sentía muy raro, pero sabía que tomaba la decisión correcta, era la única
salida para poder ser feliz algún día. Me daba mucha tristeza dejar a Felipe,
el único amigo que había tenido en toda mi vida, y nos dimos un fuerte abrazo.
Acordamos que no dejaríamos de tener contacto y de contarnos todo lo que nos
pasara. Y por supuesto, nos veríamos cuando fuera posible. El tren llegó al
andén, paró el momento justo para
subirme a él y despedirme eufóricamente de mi amigo…Unas lágrimas brotaron de
mis ojos mientras veía cada vez más pequeña la figura de Felipe, quieta, parada
en el andén.
A
la mañana siguiente, cuando las ancianas se despertaron, vieron sobre la cómoda
principal del salón una nota firmada, decía así:
“Espero que no me guardéis rencor pero he
decidido marcharme de casa. Ya tengo dieciocho años y soy mayor de edad. Os doy
las gracias por haber cuidado de mí durante todos estos años. Por darme una
educación, comida y un techo donde dormir todas las noches. Pero aquí soy como
un “prisionero”, necesito respirar y vivir. Lo único que quería de verdad era
un poco de cariño, y eso no habéis podido dármelo. Sin ningún reproche, se
despide de Elana y Eloísa vuestro hijo adoptivo: Héctor. Ojalá en mi ausencia
os llevéis mejor y comprendáis por qué he tenido que hacerlo…”
En la
próxima entrega: Héctor llega a la ciudad. Cómo transcurre su vida y cómo es ahora que han pasado diez años desde que
abandonó el pueblo.
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