A pesar de haber pasado diez años desde que
cumplí la mayoría de edad y pude
escaparme de casa, la infancia tan marcada que he tenido ha hecho huella
en mí. De un modo u otro, siempre está presente. No fui un niño precisamente
sociable. Y no porque no quisiera serlo ni relacionarme con la gente, sino
porque la crueldad de los demás niños debido a mi aspecto físico hacía que casi
nadie quisiera ser mi amigo y mucho menos hablarme. Tenía unas deformaciones en
la piel debido a unas ampollas que me salieron por todo el cuerpo después de
una fuerte gripe. Mi piel se volvió gris y reconozco que a veces yo mismo me
asustaba cuando me miraba en el espejo. Parecía que me iba apagando poco a
poco, que mi tez había perdido su color natural.
Lo
que más me marcó fue la muerte de mi madre. Es duro aceptar y asimilar que un
ser querido ha muerto, pero mucho más duro es cuando ese ser querido es tu
madre y cuando uno no es más que un niño que no está preparado para estar solo
ni entiende lo que significa la muerte. Me acostumbré a vivir sin padre, pero
mi madre…ella era lo único que yo tenía. La adoraba y un buen día se fue. Sin
más.
Dos
ancianas a las que apenas conocía fueron las únicas que reclamaron mi custodia.
No tenía parientes que yo supiera y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al
comprender que tendría que vivir con ellas. Eran tan extrañas… Daban miedo. Las
dos mujeres tenían unas barbillas exageradas, unos ojos profundos, el mismo
pelo gris recogido en un apretado moño. Lo que más terror me infundía es que
eran exactamente idénticas. Y cuando las veías juntas, no podías evitar
sentirte amenazado con su presencia. Parecían sacadas de una película de
terror. Eso teníamos en común: los tres parecíamos seres irreales, imaginarios.
Elana y Eloísa eran muy especiales, tenían
unos hábitos un tanto extraños. Solían salir por las mañanas muy temprano a dar
un paseo, al amanecer. Era la única actividad diaria que hacían fuera de casa.
Hacían bastante ruido al levantarse y yo las observaba entornando la puerta de
mi habitación. Se daban empujones para peinarse delante del espejo del baño, se
untaban una especie de ungüento por todas las arrugas de la cara y salían del
baño de nuevo a empujones. Se abrigaban y cerraban la puerta muy sigilosamente,
yo sentía cómo echaban la llave.
Después
volvían, se ponían sus zapatillas más cómodas y se calentaban frente a la
chimenea. Esperaban a que yo me levantara para que pudiera prepararles el
desayuno. El resto del día no salían a la calle, a no ser que fuera estrictamente
necesario. Incluso el médico del pueblo venía a visitarlas cuando se
encontraban enfermas, ellas nunca iban a su consulta. Yo me dedicaba a hacerles
la comida, a hacer la compra y a atenderlas en cualquier cosa que necesitaran.
Me convertí en una especie de criado muy barato y muy servicial.
Observé
que entre ellas no se llevaban bien, discutían constantemente por todo y a
veces eran muy difíciles de tratar. Aunque en una ocasión, me di cuenta de que
Elana era más vulnerable, porque una vez me encontré debajo de mi almohada una
especie de amuleto, un colgante en forma de rana con una nota que decía:
”Llévalo siempre contigo, te traerá suerte. Este será nuestro secreto. Elana”.
Después de aquello intenté sacarle una sonrisa pero delante de su hermana se comportaba
igual de arisca que ella.
Las
ancianas estaban tan obsesionadas conmigo que se convirtieron en mis tutoras
legales y también en mis maestras, ellas mismas me ponían deberes y me
obligaban a leerles en voz alta al menos durante una hora todos los días. Esto
tampoco era ninguna novedad para mí, porque mi madre no me llevó nunca a la
escuela, me protegía demasiado.
Yo
no entendía casi nada de lo que leía, eran libros enormes para ser comprendidos
por un niño y además leía torpemente y tartamudeaba con las palabras que me
resultaban más difíciles… pero aún así insistían en que les leyera y no me
dejaban subir a mi cuarto hasta terminar el capítulo que tocara ese día. Para
mí era una tortura, no tanto por la lectura en sí sino por la sensación de
estar controlado totalmente, cada movimiento que hacía, cada minuto de mi vida.
Yo era sólo un niño, nada más.
Me
sentía feliz cuando me mandaban a algún recado al pueblo. Por lo menos en esas
ocasiones disponía de un poco de libertad. Iba a comprar el pan, a la tienda de
comestibles a por lo que faltara en la despensa y de vez en cuando también me
pedían que les comprara el periódico del día. Dionisio, el dueño de la tienda de comestibles, conocía mi historia y congenió desde el
principio conmigo, siempre era amable. No le importaba mi aspecto y siempre me
invitaba a alguna chuchería. Yo se lo agradecía muchísimo, me sentaba en algún
banco de la plaza de vuelta a casa y disfrutaba de mis golosinas mientras
hojeaba el periódico. Sabía que en casa, ni Eloísa ni Elana me dejarían leerlo.
Pasaban
los años y yo fui creciendo en aquella casa y con aquella extraña familia. Las
ancianas no me maltrataban físicamente ni me mataban de hambre. Es justo decir
que siempre tenía ropa limpia que ponerme, un plato de comida en la mesa y una
cama donde dormir. Pero tampoco me daban el cariño que yo necesitaba, era
imposible quererlas ni que me quisieran de verdad. Ellas sólo querían tenerme
para ellas, como un objeto, como algo suyo pero al mismo tiempo totalmente
ajeno.
No
sé si me explico bien, pero sentía tantas cosas y tenía tan pocas oportunidades
de ser feliz que todo lo que recuerdo me pone realmente triste. Al final,
comprendí que lo mejor era dejarme llevar por la situación. Intentar que
estuvieran contentas conmigo, que vieran que era obediente. De ese modo podría
ganarme su confianza. Y de ese modo pasaron los años más oscuros de mi vida.
Durante esos largos ocho años (yo tenía diez años cuando mi madre murió), tuve tiempo de planear mi huída.
Sabía
que antes de cumplir la mayoría de edad no podría ir a ningún sitio y tuve toda
la paciencia del mundo para vivir esos años planificando hasta el más mínimo
detalle. No podía largarme sin más. Necesitaba saber a dónde iría, en qué medio
de transporte, qué me llevaría conmigo y sobre todo, necesitaba dinero para
poder hospedarme en algún lugar. Para un chaval de mi edad, con el poco mundo
que había visto y con el lastre de mi físico, pensar en todo esto me sumía en
un mar de dudas. Nunca supe realmente si sería capaz de hacerlo.
Durante
mi estancia con las ancianas, encontré una forma de conseguir y de ir ahorrando
algo de dinero, una cantidad suficiente para no preocuparme durante algunos
meses...
En la
siguiente entrega... Héctor prepara concienzudamente su huída hasta que cumple
la mayoría de edad y se escapa de casa para empezar una nueva vida.
Manuela Mendoza
Manuela da otra visión del Método a través de su historia de Hector, escrita con muy buen gusto y muy atrayente. Estoy ansioso porque lleguen las siguientes entregas. Enhorabuena, Manuela.
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